Siempre he pensado que la más dolorida crítica al inmenso Kant se formuló en El idiota (1869), de Fiódor Dostoievski, cuando el burgués reprocha a su protagonista, el príncipe Myshkin: “careces de corazón porque solo persigues la verdad”. Algo muy semejante, aunque contra toda la Ilustración, nos legaba el joven Georg Büchner con su inconcluso y portentoso Woyzek (1837, acabado por Karl E. Franzos en 1879 —aunque hoy se admite como modélica la versión de Werner R. Lehmann, de 1967—y estrenado en Múnich, en 1913), puesto que los caricaturescos personajes del Capitán y el Doctor —en tanto que representantes del Ancien Régimen en sus dos tópicas facetas, el despotismo y el cientifismo— oprimen filantrópicamente hasta la locura al soldado y barbero Woyzeck; alma, en su ingenua rudeza, resignada a las bondadosas injusticias con que lo sojuzgan y cuyo crimen final, si bien supone su condena a muerte, también es su liberación, en cuanto acto de apasionada e inesperada rebeldía.
Con esta brutal y tajante contradicción —aunque en absoluto es la única de las múltiples y muy luminosas que contiene— se cierra esta sátira trágica, pues difícilmente —aparte de inmenso guiñol— se puede definir de otra manera a Woyzeck y que exprese, además, la admiración que le profesaron Frank Wedekind, o Bertolt Brecht, o Antonin Artaud, aunque ahora lo recuerde aquí por ser el último título del teatro romántico alemánen tanto preconizaba el espíritu apasionado y libre, mientras abría la puerta a otra dramaturgia llamémosla social —o si prefieren, realista—, por sudenuncia del sometimiento “de clase” como determinante del crimen, así como por la utilización de elementos netamente forenses del auténtico homicidio, cometido por el barbero Johann Ch. Woyzeck, en Leipzig, en 1821, como material no solo documental sino textual de la obra; algo, por novedoso, desconcertante para los usos y las preferencias artísticas de la época, pero muy acorde con el también anticipador gesto de Georg Büchner de desechar un suceso heroico o legendario, y escoger como argumento un vulgar asesinato pasional.
Así Woyzeck puso fin al —por otra parte— asombroso teatro del romanticismo alemán posterior al drama de Schiller llevando al extremo el imperativo de la poetización absoluta, proclamado por Novalis y Friedrich Schlegel; o sea, la superación creativa de cualquier género con la utilización de todo material literario posible como permitía la novela. Sin embargo; los frutos de aquella proclama fueron las piezas irrepresentables adrede por su longitud de Achim von Armin, o de Clemens Brentano, o el mismo Fausto (1808 y 1832) de Goethe —que encontraron sus emulaciones en el Manfredo (1817), de lord Byron, o en la Hellas (1822), de Shelley, o en el Cromwell (1827), de Victor Hugo— o esas otrascomedias donde se escenificaron los Märchen —los cuentos fantásticos— como El gato con botas (1797) o Vida y muerte de la pequeña Caperucita Roja (1800), en las que el relato infantil servía de pretexto para una representación donde el hecho teatral mismo era el único protagonista, como sucedía también en El príncipe Zerbino (1799) o en El mundo al revés (1800), piezas todas del sorprendente Ludwig von Tieck. Una concepción cómica que pretendía superar poéticamente —como exigían Novalis y Schlegel— el hecho teatral al convertirlo en el objeto mismo del juego escénico; en fin, el teatro dentro del teatro, truco nada novedoso porque lo habían utilizado ya Shakespeare o Calderón, aunque sin tanto efectismo ni versatilidad. No obstante corresponderá a estos títulos románticos inspirar a las vanguardias del s. XX desde su rescate por el expresionismo. Pero, por precursores en casi un siglo que resultasen, estos mismos títulos habían sido clausurados formalmente —aunque se ignorase hasta la versión de Franzos, en 1879, o, si me apuran, hasta su muy tardío estreno de 1913— por el inacabado Woyzeck, de Büchner, que también ofrecía distintos y deslumbrantes hallazgos a las vanguardias, como la reducción de los personajes —salvo el infeliz protagonista— a ridículos estereotipos o la conversión de las escenas en cuadros cerrados y resueltos en sí mismos; par de características que emparentan de inmediato a Woyzeck con nuestro gran e inaugural esperpento: Luces de bohemia (1920), de Valle-Inclán.
Por lo demás, iba el adolescente Georg Büchner a matricularse de Medicina en Estrasburgo, cuando Victor Hugo estrenó Hernani (1830), fundando en ese instante el llamado “drama romántico”, que tan buena acogida —pese o por el célebre escándalo que se armó en París— encontró en toda Europa. Aunque si se observa atentamente, la dramaturgia que Hugo preconizaba en los prólogos de sus obras —Cromwell, Hernani o Ruy Blas (1837)— es la misma defendida por Schiller y Von Kleist treinta años antes solo que sin el empeño por acentuar “lo grotesco” o el propósito manifiesto de presentar una escena desprovista de todo precepto, como querían Novalis y Schlegel. Ahora bien; el resultado de la propuesta de Hugo, tanto en Francia, en España o en Italia, fue ese “dramón” de pasiones tumultuosas, envuelto en nocturnidad y situado en marcos legendarios, como arriscados castillos o tétricos conventos, tan propicios para el duelo y el rapto y, sobre todo, para la tonante declamación, que si algo consiguió exacerbar fue el sentimentalismo, pero en absoluto los anhelos revolucionarios, como pretendía Hugo y había, sin embargo,conseguido décadas antes Schiller.
En tanto, Woyzeck, ese prodigioso guiñol, que con su anticipación hubiese rasurado estos fogosos desenfrenos verbales, dormía en un cajón con su letra muy menuda y apretada.