Si hay un movimiento estético que todavía empapa nuestra sociedad, y no solo nuestra pedestre concepción del arte y del artista —reparen en voces tan característicamente suyas como inspiración, emoción o genio— sino hasta nuestra política —¿acaso no fue el padre del nacionalismo y aun del socialismo o incluso de la imposición de la rebeldía juvenil como un valor incontestable?— es el Romanticismo. Por supuesto, el alemán, tanto por su original y abigarrado nacimiento como por su deslumbrante evolución y proyección sobre el resto de las disciplinas artísticas y filosóficas; los otros —quiero decir: el británico, el francés, el italiano…—, con todos sus sorprendentes sesgos e incluso con sus admirables frutos, no son sino epígonos, y a veces, como el español, ni siquiera eso, sino un pálido y, por momentos, hasta ridículo eco. Aunque, desde la interiorización cotidiana de la nueva era digital y de su apabullante plasmación política, la Globalización, presiento que el Romanticismo está dando sus últimas boqueadas, o quizá las diera con el Mayo francés y sus coetáneos, los movimientos hippy y underground, porque si observan astutamente sus pretensiones, por ingenuas y hasta burdas que se nos antojen, no distan demasiado de las intempestivas cuanto luminosas aspiraciones del Sturm und Drang.
El Romanticismo brotó en Alemania a mediados del s. XVIII con las disquisiciones teológico-literarias de Georg Hamann y Goottfried Herder, mientras el ilustrado Lessing, empeñado en reponer a Shakespeare por los escenarios germanos, mostraba al gran escritor a imitar al compás que nuestro Don Quijote se convertía en el impecable modelo de héroe o la religiosidad asilvestrada de los antiguos griegos en el añorado y extasiante culto panteísta; armas con las que aquellos jóvenes y desgreñados tudescos arremetieron contra el reglamentado arte de la Ilustración. Y no encontraron mejor divisa para distinguir su empeño que el título del drama de Friedrich Klinger Sturm und Drang (Tormenta e ímpetu, de 1776), divulgado por doquier, un par de décadas después, como “romanticismo” —o si quieren y literalmente: “novelismo”—, que no significaba sino el esfuerzo por sublimar lo inmediato para escapar de toda vulgaridad.
Pero no fue la pieza de Klinger el primer drama estrictamente —hasta cabría decir: shakesperianamente— romántico, sino el Götz von Berlichingen (1773), de Goethe; de idéntico modo a como reconocemos —incluso sobre el mismo Goethe— en Friedrich Schiller al genuino dramaturgo romántico. Y no es para menos, pues valiéndose de la flexibilidad tanto formal —destierro de las tres unidades aristotélicas— como temática —substitución de las tramas mitológicas por leyendas nacionales— que habían aprendido aquellos jóvenes de Shakespeare, Schiller fue más allá, tornando el desgarrado clamor de la escena del inglés, en un ámbito deliberadamente político; circunstancia, por otra parte, olvidada por el teatro —o, al menos, con tan vehemente desnudez— desde los certámenes trágicos griegos o, si me apuran, desde las tragedias de Séneca —en el caso de que fuesen alguna vez representadas en Roma—. Basta con ponderar el concepto capital de la dramaturgia schilleriana: la libertad —o si prefieren: la pugna entre el individuo y el tirano—, y ahí están como pruebas desde su inaugural Los ladrones (1781) hasta su postrera Guillermo Tell (1804), pasando por Don Carlos (1788), o por María Estuardo (1800), o por La doncella de Orleans (1801); solo que la furiosa rebeldía, imprescindible para derrotar al despotismo en el escenario, a Schiller le resultaba insuficiente —cuando no, peligrosa— para encauzar al individuo hacia la recuperación de aquella belleza primordial, adorada por los antiguos helenos, y que los dioses habían arrebatado al mundo ante la estulta soberbia de los hombres.
En efecto, Schiller, aun siendo distinguido como Ciudadano Honorario de la República Francesa durante la Revolución, se mostraba temeroso de los resultados de la lucha contra el absolutismo, especialmente, tras la decapitación de Luis XVI, en 1793. Y como expuso durante la fundación de su crucial revista para el Romanticismo, Las Horas —titulada así por las hijas de Zeus y Temis, divinidades helénicas del transcurso del tiempo: Talo, Auxo y Carpo— (1795-97), lanzaba este mensual para liberar las mentes del “interés limitado del presente” que las “tensaba y subyugaba”, con la combinación en sus páginas de lo bello y lo científico. Es decir; que Schiller no desdeñaba el ideal didáctico de la Ilustración; al contrario, como aquellos primeros románticos, era consciente de su necesidad para la liberación política de la Humanidad hasta convertirla, como afirmó en Sobre la educación estética del hombre (1795), en “la más completa de todas las obras de arte”. ¿Entonces, como propagador de la libertad, no sería Friedrich Schiller el adalid de la burguesía? Por supuesto; mientras que la privación de esta misma libertad entre los obreros, alumbrará a Karl Marx su definición de alineación; al punto que, según sopesemos esta herencia schilleriana en el meollo del marxismo, podríamos considerar al comunismo, en tanto que abolición de toda enajenación, como la sociedad donde —de algún modo— aquel anhelado panteísmo helénico sería, por fin, recuperado para el género humano.
Y mientras Schiller provocaba estas lecturas, palpitantes hasta hace muy pocas décadas, la escena romántica alemana evolucionó rápidamente hacia comedias entre satíricas y fantásticas, en las que, siguiendo pasajes de Shakespeare, convirtieron al hecho mismo de la representación teatral en protagonista de los argumentos como en El gato con botas (1797) o en El mundo al revés (1800), ambas de Ludwig Tieck. Asombrosa manera de culminar aquella ruptura acometida por el airado Sturm und Drang.