Tras su legado, en el teatro, todo fue distinto. Y es muy posible que esta afirmación abarque, además, al resto de la literatura; como también es cierto que para ser consciente de ello, la Humanidad aún debió sobrevivirlo un par de siglos y descubrir entonces su imponente grandeza; al punto que ninguna de las explicaciones que se han dado sobre la naturaleza de su eminencia nos ha dejado satisfechos y, en un arrebato de soberbia, todavía busquemos con afán una identidad oculta tras su nombre. Pero, a fin de cuentas, qué más da; William Shakespeare, más allá de sí mismo —o de quién se emboscase (si se emboscó algún otro, como Francis Bacon o Christopher Marlowe o Edward de Vere) tras su firma—, “es un hecho de la vida”, como se sentencia en Inglaterra. Y no solo en su lengua, pues basta con verlo representado, por ejemplo, en ruso o contemplarlo adaptado al cine y en japonés por Akira Kurosawa, para estremecerse igualmente con toda la violencia e incluso la miseria que es capaz de concitar, hasta reducir la condición humana a tal desnudez como para que balbuzcamos que se nos agotaron las palabras y que ya no nos queda sino guardar un luctuoso silencio, porque cualquier cosa que añadiésemos sobre nuestra ambiciosa y endemoniada existencia resultaría, sobre impertinente, fútil.

Tanto que el clamor que es capaz de desatar sobre la escena en sus tragedias o en sus dramas históricos solo me parece equiparable al inmortal estruendo que estalla en la Ilíada (s. VIII a. C.) o al temor ancestral que suscita el Génesis (entre s. IX y s. VIII a. C.). Pero apenas doblamos la página, nos tropezamos con el sinuoso juego de enredos de sus comedias donde se burla, con una liviandad magistral, de todas las vehementes pasiones que inflamaban sus tragedias y, por supuesto, de la parafinada hipocresía, valiéndose para obtener sus dos grandes recursos, la ironía y el suspense —cuanto el público conoce mientras es ignorado por los personajes—, hasta de las taras del teatro de su época; válganos como muestra los muy celebrados travestismos de Cómo gustéis (sobre 1600) o de Noche de Reyes (1601), donde acentúa el humorismo y la picardía al invertir una prohibición del momento: el veto de la mujer sobre los escenarios y el uso de mocitos para interpretar los papeles femeninos. Todo esto y mucho más es William Shakespeare, aquel joven que entró un día a finales de la década de 1580 en Londres, huyendo de su hogar, para emplearse como vigilante de las caballerías en las traseras de los teatros y trastornó, durante los dos decenios siguientes, cuanto se representaba en los tablados de su interior.

Porque permítanme que desdeñe la intrincada, por ociosa, disputa sobre su encubierta identidad y prefiera explicármelo por el pedestre refrán de que era “cocinero antes que fraile”; es decir, como a un actor de la Lord Chamberlain’s men (Los hombres del chambelán), que nutrió de libretos con los que recorrer las posadas y los teatros de Inglaterra a esta compañía de cómicos, solo que dominaba la retórica y la mitología latinas por su muy aprovechado aprendizaje en la Grammar School de su pueblo, Stratford-upon-Avon, y estaba dotado de una portentosa percepción de lo humano para distinguir los tipos durante su callejear o para componer una inigualable dinámica dramática por su calibración de las reacciones de la mosquetería desde las tablas; y claro, de un asombroso ingenio para enrevesar y agigantar cualquier argumento atisbado en un folleto volandero o en un libro caído entre sus manos. De ahí que las fuentes de sus obras sean de una variedad desconcertante: desde Las vidas paralelas (117 a. C.), de Plutarco, a Las crónicas de Inglaterra, Escocia e Irlanda (1577), de Raphael Holinshead; más la ineludible y descarada cuentística italiana, comenzando por el gran Boccaccio y acabando por Bandello, que se vendía en pliegos sueltos por los mercados, o hasta algunos originales españoles como la Silva de varia lección (1540), de Pedro Mejía, o las Noches de invierno (1609), de Antonio de Eslava, o incluso la entonces reciente primera parte del Quijote (1605), que también se convirtió en motivo para su extraviada Cardenio (1613).

Aunque, como a tantos otros, si una pieza me parece descollar sobre las demás, es su Ricardo III (hacia 1594), ante cuya mendaz y descarnada crueldad, cualquier tratado de política que se haya escrito resulta gárrula palabrería, porque la persecución del poder —pues en eso, por desgracia, nos demuestra tozudamente la Historia que ha devenido la política— nunca ha sido expuesta con tan hiriente transparencia como en cuanto sucede tras aquel enigmático arranque de “ahora, el invierno de nuestro descontento se torna verano bajo este sol de York”.

Por todo ello nunca lo olviden; frecuéntenlo en divagantes lecturas o en su ámbito apropiado, el teatro; incluso arriesgándose al desengaño de encontrarse con que su atronadora palabra no los conmueva porque el elenco no alcance para tan potente elocuencia. Aun así, jamás lo duden, en sus recitados siempre hallarán certezas de quebrar el aliento, como aquella que resuena todavía entre las murallas del castillo de Dunsiname, en Macbeth (1606): “la vida no es más que una sombra pasajera; un mal actor que se pavonea y se agita una hora sobre el escenario y luego desaparece…; es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, sin significado alguno”.

 

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En 1996 decidió dejarlo todo para dedicarse a la escritura. Entre 2004 y 2006 publicó un par de crónicas sobre guerras africanas y otra de asunto local, y en 2011, el ensayo Gaudí o el clamor de la piedra, que resultaría seleccionado como lectura recomendada en los cursos de doctorado de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, mientras mantenía el blog Los cuadernos de un amante ocioso, publicado íntegro en 2015. Títulos a los que se debería añadir las novelas Stopper (2008), que sería distinguida como lectura imprescindible por el Dpto. de Lenguas Modernas de la Universidad Estatal de California; Las cuentas pendientes (2015), Un crimen de Estado (2017) y, por fin, Las calicatas por la Santa Librada (2018), que había resultado finalista absoluta del XXIII Premio Azorín, en 1999.