La tarde del treinta de enero de 1800, en el vetusto teatro de la Cruz, cabe la plazuela del Ángel, se estrenaba en Madrid Misantropía y arrepentimiento (Menschenhass und Reue, 1787), de August von Kotzebue, según la versión del apuntador de la casa, Dionisio Solís, con Rita Luna y Antonio Pinto como protagonistas, sobre la traducción francesa de Bursay para la gran Julie Molé, condesa de Valivon, aclamada con profusión de lágrimas, durante el año anterior, en el teatro del Odeón de París. Aquí, el éxito no fue menor; duró dieciocho días en cartel, con una recaudación de 7.000 reales por función, algo asombroso en aquellos tiempos; además, Solís la publicó ese mismo año en Sancha, con una cosecha de seis ediciones. En consecuencia con semejante triunfo, también se estrenó de Kotzebue meses después La reconciliación o los dos hermanos (Die Versöhnung, 1797) y, en el señalado año de 1808, El divorcio por amor (Armuth und Edelsinn, 1785); y así sus piezas fueron subiendo, de tanto en tanto, a los tablados españoles durante todo el siglo XIX hasta 1873, cuando se registra su último estreno en Sevilla, a los cincuenta y cuatro años de su asesinato por el estudiante Karl Ludwig Sand. Claro que España no era una excepción en cuanto al favor dispensado por los públicos a este autor alemán, basta leer a Jane Austen, por ejemplo, para calibrar la apetencia de sus dramas en toda Europa durante aquella centuria.

Pues Kotzebue y Guilbert de Pixérécourt fueron los más celebrados dramaturgos decimonónicos aunque no solo sus nombres nos resulten extraños sino que apenas podamos encontrar uno de sus títulos en las librerías, no digo ya en las carteleras; eso sería casi un prodigio. Y no será por carencia de obras; las de Kotzebue, por ejemplo, suman cuarenta y cuatro tomazos y Guilbert de Pixérécourt dejó firmadas más de cien piezas teatrales, predominando el género que ambos impusieron en el continente: el melodrama —también llamado, según el momento, domestic tragedy o comédie larmoyante o drame sérieux…—.

No hace falta que me entretenga demasiado en las características de aquella dramaturgia porque nos han llegado casi intactas por el cinematógrafo —especialmente en los primeros largometrajes mudos, tan fieles al modelo original por más que fuesen ya hijos del s. XX—; en cambio, conviene que les advierta que aquel exacerbado sentimentalismo, con sus altisonancias gestuales y declamativas, dispuestas para provocar el sollozo y el lagrimón, tuvo su origen en un afán didáctico: educar —o como ahora diríamos: sensibilizar (¡y demontre sí lo consiguieron!)— al público sobre un problema doméstico. Porque este teatro arraiga en la comedia neoclásica, aquella que cultivó Gotthol Lessing durante mediados del s. XVIII, pero agudizando solo el sentimentalismo contra la otra gran corriente del momento, el Sturm und Drang, tan defensora de una poetización total de la escena y de la vida. Sin embargo, Kotzebue actuó en Weimar junto al propio Goethe, en su Die Geschwister (1776), aunque cuando se convirtió en autor, fuese objeto de mofa tanto del patriarca del romanticismo alemán como del resto de sus luminosos seguidores, al punto que Fiedrich Schlegel afirmó que «la vulgaridad moral de Misantropía y arrepentimiento solo puede conmover a las colegialas». Pero las diferencias e invectivas entre Kotzebue y los románticos no se atuvieron solo a la escena, sino que atañeron también a la política; mientras los románticos —especialmente Schiller— propagaron la liberación de la burguesía, Kotzebue en cambio no solo ridiculizó cuanto pudo a Napoleón —el casi proclamado gran héroe romántico— en sus periódicos Die Biene (1808-1810) y Die Grille (1811-1812), sino que publicó artículos contra los «estudiantes alemanes» en su Literarisches Wochenblatt (1818), lo que pagó con la vida.

Tampoco la extracción y la juventud de René-Charles Guilbert de Pixérécourt pueden tildarse de revolucionarias, sino más bien lo contrario y que, durante el Terror, recién vuelto del exilio belga, anduvo emboscado por París. No obstante, ambos descubrieron al teatro europeo algo que clausuró aquellas añejas intenciones didácticas de los ilustrados o las nuevas y creativas de los románticos: la rotunda e incontestable importancia de provocar la emoción —es decir, del truco escénico— para el éxito de cualquier representación. Y, a partir de ahí, no cupieron más discusiones estéticas; se impusieron unos modos dramáticos como la «obra bien hecha» de Eugène Scribe o de Victorien Sardou, o la «farsa francesa» de Eugène Labiche o Alfred Hennequin o de Georges Feydeau, o las ya con ciertos pujos realistas de Émile Augier o Alexandre Dumas hijo, donde el malentendido, o el enredo, o el suspense, o las puertas ocultas con sus casi bufonescas sorpresas fueron el sostén de las piezas; incluso algo más que cultivó Scribe con toda naturalidad: la redacción de las obras con dos o tres colaboradores a partir de una idea suya o incluso de una copiada de otro, hasta convertir su nombre en una marca garante de la taquilla. Pero, ya digo, por décadas que fuesen transcurriendo, todos estos autores fueron herederos del exagerado sentimentalismo de Kotzebue y de Guilbert de Pixérécourt.

Por lo demás y pese a su dominio de la mitad del s. XIX, el tiempo ha desterrado a Kotzebue, a Guilbert de Pixérécourt y a sus continuadores de los escenarios, salvo en un género donde su inflamada emotividad encontró un inmejorable acomodo: la ópera. Recuerden tan solo La sonámbula (1831), La favorita (1840), La Traviata (1853), Las vísperas sicilianas (1855)…

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En 1996 decidió dejarlo todo para dedicarse a la escritura. Entre 2004 y 2006 publicó un par de crónicas sobre guerras africanas y otra de asunto local, y en 2011, el ensayo Gaudí o el clamor de la piedra, que resultaría seleccionado como lectura recomendada en los cursos de doctorado de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, mientras mantenía el blog Los cuadernos de un amante ocioso, publicado íntegro en 2015. Títulos a los que se debería añadir las novelas Stopper (2008), que sería distinguida como lectura imprescindible por el Dpto. de Lenguas Modernas de la Universidad Estatal de California; Las cuentas pendientes (2015), Un crimen de Estado (2017) y, por fin, Las calicatas por la Santa Librada (2018), que había resultado finalista absoluta del XXIII Premio Azorín, en 1999.