Al reparar en su envidiable vigencia a través de nuestra historia; sea en el Medievo donde no solo rozó la santidad sino hasta fue espejo de naturalistas, o sea ya durante su apogeo en el Renacimiento y aun en su permanente magisterio posterior, desde la Ilustración hasta nuestros días, me pasma el asombro, porque quizá no hallaremos entre los grandes nombres de nuestra cultura un hipócrita tan consumado como Lucio Aneo Séneca, senador y consul suffectus de Roma. Pues si bien lo recordamos como el magistral propagador de la austeridad estoica, mientras dictaba esta contenida doctrina moral, y con el mayor descaro, Séneca acumulaba una fortuna comparable a la imperial y disfrutaba de una vida de opíparo derroche. Pero insisto en que entre nosotros y aquel patricio romano de cuna hispana —que debió practicar la impostura con una impecable desfachatez— media todavía su extraordinaria escritura. Obsérvese como su prosa se aleja queda y melancólica de la ecuanimidad ateniense, para persuadirnos con un tenue y certero sentimentalismo que aparenta —solo aparenta— una comprensiva objetividad. Y si esta sutil condescendencia es la aguda cuanto singular característica de su exposición ensayística, en su obra dramática —quizá de mayor importancia para la evolución de nuestra literatura—, por el contrario, emplea tal acumulación de recursos retóricos hasta obtener la conmoción del público, que imprimirá para siempre a la palabra tragedia ese otro sentido de irreparable catástrofe con el que la empleamos habitualmente. Y, por supuesto, consumará el exceso de efectismo que ya venía diferenciando a la escena latina —fuera comedia o tragedia— de la helénica.
Y en este momento, acabamos de tropezarnos con la segunda gran paradoja de este moralista absolutamente inmoral, pues a pesar de todo ese elocuente aparato dramatúrgico, todos los especialistas dudan muy fundadamente que sus tragedias llegaran a representarse alguna vez en un teatro y ante toda Roma. No es descartable, en cambio, que lo fuesen en los jardines de las villas del emperador o quizá solo estuviesen destinadas —como sucedió con las últimas comedias de Terencio— al recitado; en este caso, abrigado por la intimidad de la corte, entre embriagadores pebeteros, histriónicas plañideras y oportunas muecas de los aduladores y los conseguidores de turno; ¿o se imaginan otro escenario que colmase mejor la resbaladiza soberbia de Séneca y las aparatosas ocurrencias de aquel botarate de Nerón?
Además sostienen estos estudiosos que las ocho tragedias acreditadas —de la decena que se le atribuyen— fueron escritas durante su tutoría y luego ministerio para este último vástago de la dinastía Julio-Claudia. En tanto, nos consta sobradamente la afición al canto y a la composición,incluso al lucimiento sobre cualquier escenario —hasta como auriga, pese a su enorme miopía— de Nerón; de ahí y sabiendo que las ocho piezas son, ante todo, severas advertencias sobre los terribles peligros que acarrea el mal gobierno para el déspota, nos es dado suponer que el sibilino Séneca las concibiese no solo para que las representara su pupilo y señor, sino para que, durante tal ejercicio lúdico, calasen en su mente y contuviesen sus intempestivos apetitos. Si tal fue la intención, desde luego resultó huera para ambos; pues Séneca se vio impelido al suicidio bajo un dudoso pretexto por su egregio discípulo, quien, a su vez, tampoco escapó —aunque por mano de un esclavo— a este siniestro destino, durante su desastrada huida de la ya harta y adversa Roma.
Y he aquí una nueva y última antilogía emanada de la figura y el quehacer literario de Lucio Aneo Séneca: contra la discreción con que se sospecha que fueron representadas —o, simplemente, recitadas— sus tragedias, son los únicos ejemplos —más ese par espurio que se le atribuye— que conservamos de este género en lengua latina; en concreto, las ocho se adscriben al estilo de fabula cothurnata —es decir; tragedias con argumento, escenario y personajes extraídos de la mitología helénica—. En cambio, del fundador del mester, el liberto griego Livio Andrónico, o del innumerablemente representado Lucio Accio, o de Nevio, o de Enio o de Pacuvio, apenas nos queda un puñado de fragmentos y el homenaje a sumemoria de Cicerón, o de Plinio el Viejo o de tantos otros… Y fueron aquellos dramaturgos perdidos quienes, tras traducir e inspirarse en los textos helénicos, dieron verdadero cuerpo latino a este arte griego para justificar sobradamente la elevación de esos apabullantes teatros que aún conservamos, y a sus dos estilos: la fabula cothurnata y la praetexta —ésta de trama, ambiente y personajes netamente romanos—, a la vez que introdujeron las escenografías y los telones, y su ampulosa elocuencia tan peculiar como alejada del sobrio y desgarrado gusto griego. Elementos que Séneca heredó; en especial su tonante lenguaje, que manejó con maestría. Tanta que, durante su rescate y reposición en el Renacimiento, su rotunda altisonancia constituyó el distingo del género; y nos basta con escuchar asus avezados alumnos: Marlowe o Shakespeare, Corneille o Racine para certificarlo; si hasta nuestro juguetón Lope de Vega bebe en El castigo sin venganza (1631) de su Fedra (51 o 53 d. C.).
Mas siendo Séneca capital en la escena, no menor lo es en el nacimiento de un género: el ensayo; pues bien atestigua cuánto le debe Montaigne, su creador, a Las epístolas morales a Lucilio (64 d. C.); esa ejemplar colección de cartas de un hombre que aun conociendo cuan alto era el valor de la dignidad, prefirió burlarla.