Sospecho que el único dramaturgo de la Antigüedad cuyo ingenio ha pervivido sin la menor arruga es Menandro. Pues sus enredos bufos se siguen ejecutando tal cual los concibió bajo nuevos títulos sobre los escenarios o ante las cámaras de cine o de televisión, para provocar las mismas estentóreas risotadas que se escucharon en el pino graderío del teatro de Dionisos, a pesar de las casi veinticinco centurias que han llovido desde las postrimerías de aquel s. IV a. C. En cambio, no sería capaz de asegurar lo mismo de sus personajes —o, más bien, me convendría decir tipos—, aunque cuantos alumbró —sin duda, bajo la influencia de Teofrasto, el autor de Los caracteres (319 a. C.) y sucesor de Aristóteles en la dirección del Liceo— consiguieron dotar de una peculiar y sólida identidad a la llamada Comedia nueva ática, pues resultaron tan acertados y vivaces que aún se los puede adivinar en el vaudeville o en la empalagosa comedia burguesa posterior; no diré ya en Lope, en quien encontramos a los jóvenes amantes que pintó Menandro buscando todavía cómo salirse con la suya, o a los cocineros (importantísimos en aquellas eutrapelias atenienses) y que en nuestro Siglo de Oro se tornan avisados escuderos, o a los criados (en Atenas, esclavos), o a las viejas (en Grecia y aquí), cicateras; y a todos ellos con su condición urbana o rural, o con su acento y tópicos regionales convenientemente exagerados para suscitar la rápida carcajada; caricaturas —ya lo habrán imaginado— que resultaron fáciles de adaptar en cada época y en cada país para cualquier comediógrafo posterior al ateniense, comenzando por sus inmediatos, los romanos.

En efecto, no estoy tan seguro que estos tipos todavía pervivan en la actual comedia sino como un pálido eco —eso sí; con su función intacta en el mecanismo humorístico del argumento pues, como he dicho al principio, estos engranajes permanecen tan inmutables como efectivos—, dado que los personajes secundarios, con el transcurrir de los siglos, han adquirido una complejidad anímica ausente del todo en Menandro. Sin embargo, la contradicción en las opiniones e incluso el sorprendente cambio de proceder tan peculiar como pasmosamente original de sus protagonistas, al punto que estas mudanzas —motivadas argumentalmente por las anagnórisis (revelaciones de una identidad oculta) o por la peripateia (trastrueque de la normalidad por un suceso imprevisto)— imprimieron a la escena una intriga desconocida hasta ese momento y al personaje principal, una humanidad que, si bien ya asomaba en la tragedia euripidea, se convierte en el sello asombroso e inmortal de este comediógrafo. Como consecuencia, el protagonista de la comedia adquirió una prelatura escénica que hasta entonces solo había ostentado el héroe trágico. No se olvide que al contrario del protagonista de la tragedia, el personaje de la comedia era un mero paisano de Atenas sin linaje divino y menos aún atrapado en algún desgarrador mito nacional; aunque, cuidado, reparemos en un detalle crucial de toda la comediografía menandresca: en absoluto era un ciudadano anodino, sino un tipo caracterizado por una afición o por un vicio. Y en este instante conviene que consideremos de nuevo la influencia de su maestro el filósofo —¿o quizá psicólogo?— Teofrasto, quién por primera vez catalogó las obsesiones y las querencias humanas y sus huellas en las conductas como ya he advertido, para sopesar cuán consciente era Menandro de que, por preso que se hallase de su manía, su protagonista —y eso sostuvo en la escena— era muy capaz de cuestionarse y hasta de mudar sus queridos hábitos ante un hecho insólito, mientras desconcertaba con este trueque de usanzas al resto del elenco cómico y, por supuesto, al graderío entero.

Tal efecto le sirvió al parecer a Menandro —dado que, salvo El misántropo (316 a. C.), no conservamos integra ninguna de sus más de cien comedias— como una certera estratagema para alcanzar el necesario “final feliz” que debía coronar toda comedia ateniense, y para algo más, insospechado por su luminosa imaginación: todas las funciones cómicas, durante los siglos sucesivos, escogerán su modelo como infalible punto de partida; es decir, un protagonista, tan acérrimo de una obsesión que no invita sino a la burla, se tropieza con dificultades para consumarla o para proseguir con su estrafalaria costumbre; ¿o acaso en Molière, pese al agudo y fino tamiz con el que filtra la vida, no nos encontramos, en cuanto se alza el telón, ante idéntico truco cómico?

En fin, que mentar a Menandro es suscitar un portento, por más que fuese legatario de la cotidianidad que introdujo Eurípides en la tragedia y de la evolución, en apenas un siglo, de la comedia ateniense; desde aquel ácido Aristófanes que ridiculizaba sin cesar los problemas de la ciudad hasta esta Comedia nueva, absorta ya en los solitarios afanes del individuo, y con tal acierto en Menandro, que sus argucias humorísticas aún son auxilio seguro para remendar una pésima escena. Y por si alguien dudase de la hondura de su huella, recordaré a Cnemón, su misántropo; fundador de un arquetipo tan abordado en la literatura occidental como bella y aleccionadoramente deformado y hasta trasladado de género; pues cabría al caso señalar los ejemplos del Fausto de Marlowe o del Próspero de Shakespeare o del Alcestes de Molière, e incluso de su reciente resurrección, tan exacta y, a la vez, tan majestuosa por su índole trágica, en el Profesor de Confidencias (1974), de Luchino Visconti y Enrico Medioli.