De sobra conocen aquel grosero refrán de “tiran más un par de tetas que dos carretas”; pues verán, sobre tan desabrida conseja y sin el menor remilgo se asienta la tensión dramática de una de las piezas teatrales más excepcionales de la historia de Occidente: Lisístrata (411 a. C.), que curiosamente presenta la singularidad con Pluto (388 a. C.), de constituir la única pareja de comedias de Aristófanes que conservamos tituladas con el nombre de un personaje, pues aquel formidable y primitivo comediógrafo prefería denominar a la mayoría de sus farsas con plurales designaciones —Los acarnienses (425 a. C.), Los caballeros (424 a. C.), Las nubes (423 a. C.)…— para señalar inequívocamente al coro como el protagonista de cada una de estas piezas. Y es que las comedias de Aristófanes, como las tragedias de Esquilo —dramaturgo un tanto anterior y al que ensalzó contra su contemporáneo y detestado Eurípides—, siempre reflejan un problema padecido por la Atenas de sus días, aunque nos aparezca disimulado bajo un conocido mito en las tragedias esquileanas o disfrazado de un desternillante enredo en las humoradas de Aristófanes; y, evidentemente, nada más apropiado si se trata de un conflicto común que el protagonista sea el gran elemento grupal de toda representación helénica: el coro.
Si bien, no se me escapa que la preponderancia del coro en la comedia aristofánica se debe también a su origen en los procesionales cantos fálicos; no en balde la palabra griega komoidía quiere decir canto de un komos (o comparsa), grupos que desfilaban durante las procesiones en honor de Dionisos, formando unos pasacalles que se nos antojarían asombrosamente semejantes a los actuales desfiles de las chirigotas de Cádiz y que, según Aristóteles, fueron el origen de las representaciones cómicas. Tal es así que, sesenta años después del establecimiento en Atenas de la comedia, durante la festividad de las Grandes Dionisiacas del 486 o 485 a. C., como el relato cantado por varios actores y un coro de una peripecia más o menos jocosa y con una organización semejante al certamen de tragedias —aunque radicalmente opuestas en sus propósitos—, Aristófanes aún gastaba en sus piezas como infalibles recursos humorísticos elementos propios de aquellos desvergonzados cantos, como el lenguaje procaz o las situaciones grotescas y, por descontado, la mofa de los personajes más populares de la ciudad como Sócrates, o Eurípides o incluso el poderoso Cleón.
Sin embargo, Lisístrata, la protagonista de esta ejemplar comedia, no es ninguna celebridad —o al menos no ha sido identificada como tal—, aunque tiene una idea brillantísima e infalible para acabar con la pútrida guerra del Peloponeso, que en aquel momento tras la derrota de Sicilia en el 414 a. C., la inminente ocupación del Ática por los espartanos, más la sublevación de los esclavos de las minas de Laurión y la deserción de todas las polis aliadas, salvo Samos, asfixian cualquier esperanza en Atenas. Ante esta previsible derrota, aquel mismo verano se alzará el gobierno oligárquico de los Cuatrocientos como una solución tajante; pero tanto y tan incómoda que apenas durará ciento veinte días. Pues bien, unos meses antes, durante ese enero del 411 a. C., en mitad de esta zozobra, los atenienses aún reservaban un ápice de humor para celebrar las Leneas —las fiestas invernales a Dionisos—, en cuyo certamen de comedias Aristófanes presentó Lisístrata; la chanza sobre una garrida ateniense que tuvo la ocurrencia de conjurar a las áticas, a las lacedemonias y a las beocias para que se alejasen carnalmente de sus maridos mientras no firmasen la paz; no solo eso, en Atenas, se apoderan de la Acrópolis con su tesoro gubernativo, para evitar cualquier gasto bélico. Entre tanto, los atenienses gimen desesperados y algunas de sus mujeres, enardecidas por la necesidad, intentan huir de la Acrópolis, con lo que Lisístrata, gran arconte por la circunstancia, debe multiplicar sus ocupaciones y vigilancias hasta que la situación ya no amenaza sino el derrumbe… Entonces, se presenta el heraldo anunciando la llegada de los espartanos; todos vienen lustrosamente erectos pero muy dispuestos a firmar la paz ante la imposibilidad de soportar tanta abstinencia. Y así, en una fiesta de confraternización entre enemigos y bajo la general lujuria y, por supuesto, el correr del vino, concluye Lisístrata.
Y resulta chocante, con los vientos que baten la actual política española, que ninguna de nuestras autoridades —especialmente las muchas y muy diligentes ministras— se acuerden de este adalid del feminismo avant la lettre que fue Lisístrata, tanto que impuso su gobierno ni más ni menos que sobre la admirada Atenas del siglo V, aunque fuese, claro, durante el tiempo que duraba la representación; eso sí, con un muy encomiable resultado: conseguir la paz entre la nación helena, demostrando de paso que el dominio de las mujeres era infinitamente más sensato y acordado con la vida que cualquier gobierno de los hombres, tan amigos de la guerra como máxima manifestación de la virilidad, cuando en realidad —y he aquí la desengañada enseñanza de esta comedia— el blandir de las armas no consigue sino expandir la penuria y la discordia. O quizá suceda que nuestras autoridades, victimas también de tantos y tan novedosos planes de estudios como hemos sufrido durante las últimas décadas, una de cuyas escasas pero muy firmes y comunes causas ha sido —y aun lo es— arrumbar, cuando no, perseguir la herencia de Grecia y Roma, desconozcan absolutamente la existencia de Lisistrata.