Si hay un literato cuyos rasgos biográficos nos lo dibujan como el auténtico héroe romántico —y con tres siglos de antelación— ese es Christopher Marlowe. Murió tras asentar los fundamentos de la más admirable escena dramática que haya existido, con apenas veintinueve años y en una reyerta de taberna; y por si fueran pocos estos méritos para auparlo a ese luciferino santoral tan ensalzado por los Byron o los Espronceda, envuelto, encima, en acusaciones de sodomía, espionaje y ateísmo. Ante tan conspicuos delitos pareciera que estaba indicando la exacta senda a sus colegas del Círculo de Cambridge —ya saben: Kim Philby, Donald Maclean, Guy Burgess, Anthony Blunt y John Cairncross—, porque no en balde en esa misma universidad se licenció, tras una turbia dispensa real que lo aureoló de inmediato como agente secreto. Sin embargo, en absoluto obtuvo su título, como aquellos célebres aristócratas del KGB, en el Trinity sino en el Corpus Christi College, que por aquellos días de los Tudor era ya una centenaria facultad de otrora humilde fundación gremial.

Es cierto que no fue Christopher Marlowe quien utilizó por primera vez el verso blanco (o blank verse), indispensable para su teatro y para el shakesperiano, sino el introductor del renacimiento en Inglaterra, Henry Howard, para su traducción de los libros II y IV de la Eneida (19 a. C.), publicada hacia 1557; como tampoco lo es menos que fueron los dos ThomasNorton, el terrible torturador de católicos, y el otro, Sackville, el tesorero de Isabel I—, quienes con su tragedia Gorboduc (1561) “descubrieron” que el verso blanco imprimía —sin traicionar a su venerado Séneca— una vivacidad al recitado escénico que la rima hubiese constreñido. Es más; ambos Thomas prescindieron para esta tragedia de las tres reglas aristotélicas de lugar, acción y tiempo con idéntico propósito: la agilidad dramática. Y en su audacia innovadora, incluso desecharon cualquier tema mitológico o clásico y escogieron como argumento una de las leyendas de la Historia de los reyes de Bretaña (1336), de Godofredo de Monmouth, con lo que la originalísima Gorboduc presentaba, uno tras otro, cuantos rudimentos el genial Marlowe habrá de utilizar con una destreza tan asombrosa, en su media docena de dramas, como para dejar ahormado el deslumbrante teatro isabelino.

Cuando Christopher Marlowe triunfa con su Tamerlán, el grande (1587), ya se alzaban en Shoreditch los afamados The Theatre (1576) y The Curtain Theatre (1577), y durante ese mismo año se inaugura en el Bankside, sobre la ribera sur del Támesis, The Rose. Sumaba el cuarto teatro situado en los arrabales de Londres, porque en aquel momento tanto este entretenimiento como sus oficiantes eran tachados de impúdicos por las autoridades, al extremo de solo permitírseles actuar a extramuros de las ciudades o en las ventas de los caminos. Es más, desde 1572, los cómicos, en Inglaterra, si no querían ser arrestados por vagabundos, debían agruparse en compañías censadas y bajo patrocinio de un preboste de la corte que, a su vez, les daba título a modo de patente. Por esta razón nos encontramos con las troupes bajo los curiosos —si no desconcertantes— nombres de The King’s Men o Lord Chamberlain’s Men; en concreto, a Marlowe lo representaba The Admiral’s Men (Los hombres del almirante), protegidos por Charles Howard, conde de Nottingham y gran almirante del reino desde 1585, y cuyo director y primer actor —y dicen que pieza imprescindible para el rotundo y augural éxito de Marlowe— era Edward (Ned) Alleyn. En cuanto a los edificios —ya lo señalé en algún artículo anterior—, por influencia de las garnachas ambulantes italianas —verdaderas germinadoras del gran teatro barroco— eran semejantes a nuestras corralas; o sea, un patio descubierto y circundado por dos galerías tejadas, con una peculiaridad respecto a los establecimientos hispanos: su escenario se adentraba entre el público, con lo que alentaba su participación en la acción dramática; algo observable en los heraldos de Shakespeare o en algunos de sus monólogos, que más bien son detalladas explicaciones sin privarse de interpelaciones a la concurrencia. Tal circunstancia, por supuesto, exigía actores muy curtidos en la improvisación y con un absoluto dominio del tablado.

Pero si algún rasgo distingue al teatro británico del otro gran teatro del momento, el español —considerando que ambos aciertan en su transformación de la bufa representación callejera de los saltimbanquis italianos hacia una tragicomedia, por influencia palaciega y grecolatina, de intrincado argumento—, no es solo el uso y dominio del crucial verso blanco, sino el enorme peso de Séneca. Basta con repasar Tamerlán, el grande o El judío de Malta (1589) o La trágica historia del doctor Fausto (hacia 1592) o La masacre de París (1593), no digo ya su Eduardo II (1592), para observar en todas estas piezas marlowianas un asunto común: el ansia de poder y sus peligros. Ya había sido elevado al escenario por Gorboduc, inspirado precisamente por Séneca, pero tras Marlowe, esa preocupación heredada del preceptor hispanoromano arraigará como la rotunda dinamizadora de la tragedia isabelina, para alumbrar unos personajes inmarcesibles: Lear, Macbeth, Ricardo III…

Y para suplir cuanto su temprana muerte nos privó, emergió un cómico, antes aposentador de caballerías, tan solo mes y medio más joven que Marlowe, quien observando sus enseñanzas, las desbordó con tal magisterio que aquel teatro —y por prohibiciones que le lloviesen en siglos sucesivos— se alzó de entretenimiento de ociosos a turbación de ingenios; y este no fue otro que William Shakespeare.