Si Menandro supo atisbar entre los atenienses, bajo la perspicaz guía de Teofrasto, las jocosas características que debe exhibir el protagonista de una comedia, y con tanto acierto que han permanecido casi invariables durante veinticuatro siglos; a Plauto podemos atribuirle la brillante aportación del otro elemento insoslayable donde se sustenta sólidamente la escena cómica, se represente como se represente (con música o sin ella, sobre un tablado o ante una cámara), y este no es otro que el alborotador enredo.
Reparemos por un momento en la célebre película Golfus de Roma (1966), de Richard Lester; se trata de una adaptación del plautiano Pseudolo (El impostor; posiblemente 191 a. C.), enriquecido con escenas de sus otras comedias Miles gloriosus (El militar fanfarrón; 205 a. C.) y Mostellaria (El fantasma, aunque también le asentaría perfectamente el dickensiano título de La casa encantada; 195 a. C.) para el musical A Funny Thing Happened on the Way to the Forum (1962), luego convertido en este exitoso film. Pues bien, Golfus de Roma es un excelente ejemplo para comprobar la impecable transmisión del arte cómico desde su establecimiento en teatros, durante la Atenas del s. V a. C. , y qué lugar ostenta Plauto en este continuum, dado que sospecho en la trama de esta película herencias que se remontan más allá del comediógrafo romano, pues no sería nada descabellado afirmar —incluso cuando nos resulta imposible comprobarlo, al extraviarse los originales griegos—, que la plautiana Mostellaria, usufructuada también por este film, es, a su vez, un remedo o de una pieza de Menandro o de otra de Filemón; ambas tituladas El fantasma.
Y es que la comedia latina —o al menos, la primera comedia latina; por otra parte, la única que conservamos, además, en su variedad de comedia palliata, simultánea de la hoy también perdida comedia togata o de tema y ambiente romano— se trataba de una pieza humorística cuya trama se desenvolvía en cualquier ciudad helena; y no solo por la admiración que sentía Roma hacia todo lo griego, sino porque estas representaciones, en su mayoría, provenían de originales helénicos. Ahora bien, en absoluto eran meros plagios o unas más o menos libres traducciones, porque la extraordinaria capacidad de Plauto para trasladar el estridente gusto romano por el chiste y lo procaz a los diálogos, introduciendo pícaras ambigüedades, jocosos retruécanos o hipérboles y tropos lujuriosos, remontó la salacidad —o si prefieren, la obscenidad— de la acción hasta dotar a la comedia palliata de una genuina identidad, máxime cuando la comparamos con la acomodaticia tibieza en que había caído para entonces su modelo inspirador, la comedia nueva ática. Pero como quiera que el irreverente Plauto también incurrió —bien fuera por su temperamento o bien por exigencias del público— en un “vicio”: la contaminatio —o sea, la mezcla de un par de piezas griegas sin escatimar apetencias por escenas de una tercera; tal como acomete el musical origen de Golfus de Roma con sus propias obras—, se encontró inevitablemente ante el ya mencionado enredo. Por lo pronto y para abreviar aquella extensa duplicidad argumental, Plauto recurrió al prólogo, donde explicaba al público que la función arrancaba in media res —o en mitad de la trama—, con lo que había recortado de un tajo una buena porción de ambas comedias, para centrase a partir de ese instante en los prodigios humorísticos que le ofrecía el entrecruzamiento de aquel par de argumentos y de quien sabe qué más; o sea, para zambullirse en el embrollo. Así consiguió momentos verdaderamente hilarantes con la duplicidad de personalidades o con los imprevistos cruces de peripecias, y tan vívidos que, por siglos que hayan pasado, sus burlescas confusiones continúan saliendo a escena, no importa bajo qué título.
A la par que trenzaba divertidamente aquellos argumentos, Plauto fortaleció una serie de tipos heredados de la comedia nueva ática con tal vigor que no solo se convertirán en los puntales infalibles para cualquier comedia futura sino también para toda compañía que recorriese “provincias” aquí y, curiosamente, también en la Roma postrorepublicana y del primer principado; ¿o acaso el adulescens no corresponde con el “galán joven”; la virgo, con la “damita”; el esclavo, con el “gracioso”; la matrona, con el “aya”, y el senex con el “galán viejo”? A los que, para completar el elenco de cualquier comedia desde nuestro Siglo de Oro hasta el finisecular sainete, bastaría con añadir la “dama” y el “primer galán”. Contra estas ausencias modernas, la comedia de Plauto colocaba en su dramatis personae un leno, fuese hombre y hasta mujer y, a veces, varias; algún que otro mercader o un marino; y de tanto en tanto, el singular parasitus —al cabo del tiempo, el hispánico pícaro—; personaje nacido de su imaginación para la escena y al que, muchos siglos después, Molière dotará de una entidad y una sutileza deslumbrante con Tartufo.
Y es que su talento para los protagonistas tampoco anduvo romo; ahí nos legó Euclión, el avaro de la Aulularia (La marmita, aproximadamente 194 a. C.) o Pirgopolínices, el fanfarrón del Miles gloriosus, que se tornarían inmortales en la commedia dell’arte, con sus trasuntos de Pantalone, el primero, y del Capitano Matamore, el segundo; y, por supuesto, a través del Harpagón de Molière o del Falstaff de Shakespeare, o de tantos otros tacaños y fantasmones que han transitado y transitarán sus ridículas quimeras sobre los escenarios.