A menudo intuyo que lo minusvaloramos, como si fuese otra suntuosa pieza heredada de nuestra vetusta historia, ante la que no acertamos ni cómo operar ni de qué nos sirve, en el caso de que, por un imprevisto arrebato, deseásemos que nos sirviese de algo. En efecto; a menudo me asaltan estos estúpidos pensamientos cuando paso ante su estatua sedente de la plaza de Santa Ana, mientras —huelga decirlo— desdeño con una despótica frivolidad, por ejemplo, su importancia allende de nuestras fronteras y, encima, tan temprana. Recordaré tan solo que entre 1642 y 1643, La dama duende y Casa con dos puertas mala es de guardar (ambas de 1629) ya fueron representadas en Francia con notorio éxito; por no mencionar la consideración que le dispensó el Romanticismo alemán —quizá, el movimiento estético-político moderno de más profunda y duradera huella en todas las disciplinas artísticas—; ¿o acaso sin su Astrólogo fingido (1632) sería posible el giro que da Goethe, con su Doctor Fausto (1790), a aquel viejo argumento que se remontaba al Theofilus (s. X), de Roswitha, y que Christopher Marlowe parecía haber plasmado insuperablemente en 1592? Y, entre tanto, hay están sus émulos y adaptadores ingleses como William Wycherley, a quien conoció en Madrid, o Aphra Behn, a la que cumple el honor de ser la primera dramaturga profesional británica. Estos son solo algunos de los muchos y señeros comediógrafos que, donde quiera que se mire, se han embebido de su arte escénico, desde sus días madrileños, bajo aquella esplendorosa cuanto apesadumbradora decadencia del Siglo de Oro.
En mi cargo confesaré que salvo los célebres parlamentos de su Pedro Crespo o de su Segismundo de Polonia, poco más me viene a la memoria cuando escucho su nombre: Calderón. A pesar de que tras esas tres sílabas se guarda una copiosa obra; por supuesto, ni tan torrencial y ni tan alborotada como la de Lope de Vega, pero también enorme: más de un centenar de dramas y comedias, unas setentena de autos sacramentales y un número cercano a los cuarenta entremeses y otras piezas de género breve y jocoso, más un curioso puñado de funciones en colaboración; aunque casi todas muy superiores en factura, pretensiones y, desde luego, hallazgos dramatúrgicos a las de Lope. Tal vez, porque, siendo treinta y tantos años más joven, Pedro Calderón de la Barca aprendiese en las representaciones de su encumbrado vecino los trucos más efectivos, y los depurase y esmaltase con su verbo, donde mucho pesan las aulas jesuíticas y salmantinas, de las que Lope, por velocísimo en la rima y sobrado de gracia que estuviese, carecía. Y mientras digo esto, reparo en la asombrosa vigencia de algunos de sus más caros temas dramáticos como la rebeldía de la juventud o la angustia de la libertad, o en su utilización de la obsesión casi morbosa —algo tan shakesperiano— del protagonista como infalible mecanismo para el avance de la acción escénica; ardid que, por su propia naturaleza, sumergió en un solapado pero constante pesimismo a sus dramas; por otra parte, fatalismo que invertirá en sus comedias, ridiculizando jocosamente esas mismas obsesiones, y nos basta como muestra el entremés El desafío de Juan Rana (entre 1644 y 1649), donde se había burlado del grave conflicto que un par de años después animará su Alcalde de Zalamea (1651).
Aunque si Calderón resulta todavía innovador es en su concepción de las arquitecturas escénicas; válganos como muestra Los tres mayores prodigios (1636), representada sobre un trío de escenarios simultáneos en el patio del palacio real. Por supuesto, para poner en pie tan amplias carpinterías, imposibles de concebir en una corrala, hubo de contar con el amparó de Felipe IV, quien ya lo conocía desde 1623, cuando representó en el viejo alcázar de Madrid su primera comedia datada: Amor, honor y poder. Y el Rey Planeta, gran aficionado al teatro, apreciará tanto su arte como para nombrarlo una docena de años más tarde director del Coliseo del Buen Retiro, donde Calderón se hallará tan desenvuelto y con tan variado espacio a su disposición como para representar El mayor encanto, amor (1635) en su estanque, sobre escenarios flotantes. Por lo que no nos ha de extrañar que el estilo donde su genio brillase fuera en los autos sacramentales por sus tramas alegóricas, propicias para exhibir sus conocimientos teológicos y mitológicos, y, ante todo, por sus monumentales y callejeros escenarios efímeros, levantados exclusivamente para celebrar el Corpus Christi. Tal es así que títulos como La cena del rey Baltasar (1632) o El gran teatro del mundo (1655) lo entronizan como príncipe indiscutible del género. Pero aún nos resta otro Calderón: el libretista musical, tan unido al muy castizo término de zarzuela; pues suyo fue el primer madrigal llamado así, El golfo de las sirenas (1657), por representarse en La Zarzuela; entonces pabellón real empleado, como El Retiro, para estos fastos.
Y, por si fuera poco, aún hay otro Calderón, coracero de caballería, retirado de las armas, tras varias pero distantes campañas, por una herida durante el sitio de Lérida, en 1644, y mucho antes, otro: un joven pendenciero y tabernario, envuelto en un homicidio, en 1621, y hasta en un asalto a sagrado, en 1629, cuando irrumpió por la fuerza en el convento de las trinitarias de Madrid. En fin; un talento tan variado como acorde con su época; al punto que acabó sus días, según la muy acendrada costumbre, de menesteroso capellán.